miércoles, 1 de agosto de 2012

En estas últimas semanas, la maternidad - o el deseo de renunciar a ella- está en boca de todos. Especialmente de todos los que quieren, como ya viene siendo habitual, imponer creencias religiosas como estatutos legales. Yo, buena ilusa que soy, ya lo dice mi padre, quería pensar que, a estas alturas de la película, ya teníamos todos claro que el estado y la iglesia no deben JAMÁS ir de la mano, como tan fácilmente criticamos en los países que profesan el credo musulmán y lo aplican desde el gobiernos de sus naciones. Sigo sin entender esa enfermiza necesidad de imponer las ideas propias a las mentes ajenas. No creo que a nadie se le ocurriese imponer a una mujer que debe abortar en contra de sus principios o sus creencias. ¿Por qué, entonces, quien cree que está mal hacerlo quiere imponer a los demás su perspectiva? ¿No somos todos adultos y capaces de tomar nuestras propias decisiones, en coherencia o divergencia con la fe, las ideas o los principios de cada uno? Pero me hiere especialmente que se quiera legislar sobre la terrible decisión a la que una mujer, una familia se enfrentan cuando se les confirma que el bebé que viene en camino no está sano. ¿Quién puede dar clases de moralidad a otro en esa situación? ¿Quién puede juzgar? ¿Quién se atreve? Durante dos años fui voluntaria en un centro para personas con discapacidad mental. Pude conocer de cerca lo dura, difícil, agotadora que es la vida de las familias de las personas que sufren una parálisis cerebral permanente, de personas con síndrome de down, de hombres y mujeres que dependen -en distinta medida, acorde con su nivel de independencia, autosuficiencia, integración, etc.- durante toda su existencia de padres, hermanos y familiares. Tuve la oportunidad de vivir lo que es el amor más incondicional, el de los padres, pero llevado aún más allá: la dedicación exhaustiva, atenta, cariñosa y constante de muchas familias. Pero también vi de cerca un miedo atroz, profundo, con el que tienen que convivir: "¿qué será de mi hijo/hermana/nieto cuando nosotros ya no estemos aquí?". Aprendí a no juzgar a las familias cuando no sabían qué hacer, cuando mostraban miedo, cuando estaban cansados de pelear contra un mundo que quiere que sus hijos nazcan pero luego los relega a un plano de invisibilidad, de ciudadanos de cuarta, incapaces o estúpidos... ¿quién puede criticar que haya quien no pueda, o no quiera enfrentarse a eso?¿quiénes somos los demás para opinar siquiera? No se puede legislar sobre los sentimientos. No se pueden imponer ideas... bueno, claro, sí se puede... pero eso no se llama democracia, ¿no?