Me siento como un nervio intentando reconectar con un miembro amputado; un cuerpo con un enorme dolor fantasma por una pierna que ya no está.
Trato de ser yo en un entorno en el que un día fui, pero ya no soy aquella. Los demás me hablan y tratan como si no hubiesen pasado veinte años, como si no hubiese abandonado, sin mirar atrás, aquel camino que una vez recorrí, como si pudiese volver a vivir una vida que ya no existe.Me inunda la nostalgia, y ansío volver a sentir lo que entonces sentía, pero, de pronto, me atraviesa, como un escalofrío, la sensación profunda, enorme, de un frío que no es más que el recuerdo de todos los motivos por los que me fui. Al querer volver atrás, a una felicidad que añoro, me doy de bruces con la soledad, la tristeza, la incomprensión, la crítica despiadada y la falta de pertenencia que me empujaron a abandonar el lugar en el que imaginé vivir todos mis días. Y en mí habita esa contradicción, esa lucha entre la memoria edulcorada y lo que fue. Cuando no estoy aquí, las fotografías se tiñen de magia; al regresar, ese velo cae, y vuelven a doler las cicatrices que quise curar transitando otros senderos.
Y me asalta la pregunta de si puedo ser aquí la persona que hoy soy, si tiene sentido volver aquí, echando de menos un mundo que no existe, que, tal vez, jamás existió.
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